No traer hijos al mundo fue, sin saberlo, la primera decisión que tomé en mi vida. Tendría alrededor de diez años cuando, en vísperas de día de Reyes mi madre me preguntó que pediría de regalo y respondí: “Lo que sea, menos bebés”. Me compró una Barbie mientras le decía a mi padre: “Qué simpática la niña” (por cierto, veinte años después, la misma frase no le pareció nada simpática).
Entonces yo no sabía que se trataba de una decisión de vida, pero los años acabaron por reafirmar aquella oración categórica. Cuando me casé, recién entrando a los 20 y con la inmadurez propia de la edad, jamás me planteé la posibilidad de tener hijos con quien era mi marido. Mi matrimonio era tan frágil y mal estructurado que la charla sobre “crecer la familia” no figuró en los pendientes durante aquellos años.
Una vez divorciada e intentando tomar las riendas de mi vida (en la frontera de los 30), me vi rodeada de repente por montones de personas –curiosamente todas mujeres- que una y otra vez me preguntaron que para cuando tendría hijos; “no importa que no estés casada, nada más ten uno”, me decían, “se te va a pasar la edad”.
Y, para ser muy honesta, jamás le dediqué demasiado tiempo al tema porque era, ¿cómo explicarlo?, algo que no estaba en la formación de mi disco duro personal. Tenía entendido que mi reloj biológico correría y un día me despertaría deseando tener un bebé entre mis brazos, o tal vez lloraría al ver un comercial de pañales y algo muy dentro de mí diría: “Ahora es cuando”. Pero, lo juro, tres campañas de Huggies después, el anhelo nunca llegó (lo intenté incluso con comerciales de leche Nido y el resultado fue el mismo). Por el contrario, con el paso de los años, me fui topando cada vez más con gente que, como yo, tampoco veía la maternidad o paternidad como prioritaria hasta que acabé por aceptar a este bicho raro que soy.
Los colmillos afilados de la culpa
Pero uno no puede atravesar ese camino sin librar las curvas (no seamos románticos). En dos ocasiones, la tremenda culpa se me apareció con sus colmillos afilados para carcomerme el alma por ser así.
La primera fue la peor. Fui a abortar durante mi cuarta semana de gestación el producto de un hombre al que no amaba y, para agregarle drama al drama, él moría de amor por mí y era lo que todas las mujeres de mi familia consideraban el novio modelo. Y yo, tan mala, jamás dudé: no quería ese bebé y me daba coraje haberme embarazado, siendo que toda mi vida he sido responsable y tomado cuantas precauciones se pueden tomar al respecto. Para colmo, no era una estudiante adolescente, sino una mujer hecha y derecha.
Fui a practicarme un aborto y aquí es donde la culpa me jugó sucio. No, no fue una experiencia traumática -no me encerraron en un cuarto horrible en una colonia donde ni el GPS llega, con una enfermera cara de bruja-. Fue un proceso de diez minutos, en un consultorio de primer mundo, con un aparato de primer mundo que es lo más amigable para quien se somete a algo así. No me traumé, no lloré, no me arrepentí, y, para ser sincera, jamás en todos estos años he pensado en el asunto ni para bien, ni para mal (incluso ahora que redacto estas líneas, intento recordar el año y juro que no lo recuerdo). Una noche antes del proceso una amiga sensata y poco prejuiciosa me hizo una pregunta: “Si fuera tu única posibilidad de ser madre, ¿la tomarías?”.
“No”, le dije.
Pero la culpa es traicionera y encuentra por donde colarse. Y me mataba la idea de haberle hecho “eso tan cruel” a un hombre tan conservador que me quería tanto, así que me empeñé en hacerle –y hacerme- creer que en cuanto me sintiera preparada, formaríamos juntos una familia con el modelo tradicional. Algo de mí sabía que todo era mentira, y me tomó bastante tiempo superar el hecho de no haber sido honesta con ese hombre y, claro está, conmigo misma. (¿Será que mi madre hizo mal al permitirme ver de vez en cuando la programación de El canal de las Estrellas?).
No soy anormal
Una vez superada esa relación, y habiéndome quitado toda clase de tabúes, con ayuda del tiempo entendí que no soy anormal; no odio a los niños; no tuve una infancia traumática, no soy una asesina; vamos, que no me considero siquiera una mala persona por definición… simplemente nunca en mi vida he sabido qué se siente anhelar ser madre.
La segunda carga culpígena vino años después, un viernes antes de un Día de las Madres. Bastaron dos Camparis (tipo de cocktail) para que todos los miedos que mi educación tradicional y la sociedad me impusieron se sentaran conmigo en la mesa para reprocharme que no me sintiera ni tantito mal por no querer procrear, por no darle nietos a mis padres, y un largo etcétera de remordimientos que me carcomían, no en sí mismos, sino por no sentirlos. ¿Cómo es posible que a la vuelta de los 40 no me sintiera ni remotamente mal por no desear lo que toda mujer sana, fértil, con educación y buena economía debería desear?
Tras horas de llanto, Campari y una tremenda catarsis con un grupo de amigos –que tampoco pretenden ser padres y también se plantean preparar su retiro para tener una vejez digna, ante la tremenda imagen de que nadie los cuidará- logré finiquitar el asunto por última vez (so far, so good).
Constantemente me preguntan si no siento que mi vida esté vacía por no tener hijos, o que si no me siento sola. Y yo, me confieso incapaz de extrañar algo que no sé cómo es, ni qué se siente. ¿Cómo puedo extrañar la presencia de algo que ni siquiera puedo imaginarme?
Seguramente, de haber tomado las oportunidades que la vida me ofreció para traer un pequeño al mundo, me habría forjado también un camino de bienestar; no obstante, me hago cargo de mis decisiones y, reitero: mi vida no es vacía, ni simple, ni mucho menos sola. Asumo mis decisiones con todas las consecuencias que las mismas puedan acarrear.
Y como último punto, creo que, con el paso de los años, he ido destruyendo todas las mentiras que se tejieron alrededor de mi postura: no tengo nada en contra de la maternidad. Admiro y amo a muchas personas que tienen hijos, quiero a sus hijos, sé convivir con niños (un ratito, eso sí), e incluso, hay quienes dicen que soy maternal.
A estas alturas, creo que hice lo correcto y lo compruebo al ver cómo mis padres y mi familia han entendido que, desde esta rareza, soy una mujer plena y feliz.
Ahora ya, no me da culpa, ni siquiera, no sentir culpa. ¿Hay algo más liberador?
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Con información de Vanity Fair