Existen muchas historias de violencia sexual, y quienes las viven muchas veces nos las identifican, por ello compartimos historias, para que las mujeres se atrevan a alzar la voz y a denunciar. A continuación esta historia de una chica de Panamá:

Hoy es viernes en la noche, estoy en casa sola y tengo un ataque de pánico. Quería salir a caminar para relajarme pero decidí escribir, lo iba a hacer sobre cualquier otra cosa pero me dije a mí misma: escribe de lo que realmente tienes que escribir.

Cuando tenía 19 años, mi hermana menor, en ese entonces de 13 años, me llamó aparte una noche para contarme que mi abuelo la había estado tocando, y yo llena de miedo le respondí: “No le cuentes a nadie, no te van a creer”. Pero ella, aún con mi advertencia, no se detuvo. Fue donde mi mamá y le contó. Al momento, escuché los gritos de mi papá en la sala diciendo que todo eso era mentira, tomé valor por mi hermana (no por mí) y salí de mi cuarto para decirles: “A mí también me pasó”. Mi papá nos respondió tajantemente: “¡Ustedes están mintiendo, mi papá es incapaz de eso!”

Lo que vino después fue abrumador, una oleada de negativas y silencios cómplices, incluyendo el de mi madre que nunca más habló del tema. Ese sentimiento horrible de culpabilidad que sientes como víctima junto al vacío mental que tanto te protege como te daña. La sensación constante de vulnerabilidad, aún más si eres niña, pobre y campesina, y tu abusador es una persona “respetable”, católica, de buena familia y con poder económico.

Fueron muchos los años que viví en silencio, tal vez por temor, por protegerme de otros o de mí misma, sea cual fuere la excusa, el resultado fue devastador. Hubiese deseado con toda mi alma vivir en una sociedad que estuviera lista para que yo hablara desde el primer momento.

Ahora, a seis años de haber verbalizado el abuso dentro de la familia, luego de al menos 13 años de silencio, llevo ocho meses en terapia por síndrome post traumático, depresión y ansiedad: mi cuerpo y mi mente no pudieron más y gritaron.

Gritaron en medio de la mejor relación de pareja que hubiese tenido, gritaron al lado de un hombre maravilloso que terminó yéndose para salvarse a sí mismo, gritaron en medio de mi productividad laboral, en mis horas de sueño, en mis ganas de tener sexo y no poder, en mi estado de ánimo, en mis ganas de vivir, gritaron hasta casi volverme loca y querer hacerme desaparecer.

Fui abusada desde los seis años, esto se extendió durante seis años más, hasta que cumplí doce. Luego crecí y aprendí a evitar los momentos que me hacían correr peligro.

Recuerdo con una claridad espantosa mi niñez. Dormir en las tardes en la banca de madera del portal de la lujosa casa de mi abuelo, para evitar estar adentro, y así esperar dormida que mi madre viniera a buscarme. Recuerdo mis maletas listas con ropa en el jardín de mi casa para huir en cualquier momento sin tener muy claro de qué tenía que huir. Recuerdo llorar todo el tiempo e inventar mil razones porque era muy niña para entender la verdadera razón de mis lágrimas: mi abuelo, el hombre más respetable de la familia, me estaba abusando sexualmente.

Lo recuerdo sentándome en sus piernas y hurgando mis partes con el mismo bolígrafo con el que hacía sus crucigramas. Lo recuerdo observándome desde el marco de la puerta mientras dormía porque había alguien cerca y no podía abordarme. Lo recuerdo diciéndome al oído que mi mamá era la mujer más estúpida que hubiese conocido, pero también lo recuerdo dando lecciones de valores y cristianismo en reuniones familiares.

Es inexplicable el sentimiento de desolación que te queda marcado toda tu vida, la desconfianza que se queda en ti luego de que quienes debieron protegerte te violaron una y otra vez con sus actos y su indiferencia. Nunca más tu concepto de lealtad, familia y amor, vuelve a ser el mismo.

Me arrebataron mi niñez, y ahora -más que nunca- siento que mi abusador, mi familia y la sociedad en general, me arrebataron mi salud mental, mi bienestar y mi capacidad de construir una vida diferente.

Cuando estaba en discusión el Proyecto Ley No. 61 de Educación Integral en Sexualidad aquí en Panamá, eran inmensas mis ganas de  gritar “¡Sí!”, en medio de negativas que nuevamente le daban la espalda a víctimas como yo,  a quienes un poco más de información les hubiese cambiado la vida. Y a esas personas que siguen privándonos el derecho de salir del círculo de la violencia les digo que las víctimas existimos y Dios no nos salvó, las víctimas seguiremos existiendo si no nos dan información.

Sin duda, mi abuelo es una persona terrible. Pero ante esto, me gustaría que las familias entendieran que su silencio las hace tan horribles como el agresor, y que al callar pierden para siempre el amor auténtico de sus hijxs.

El abuso sexual infantil no discrimina clase social, religión o preparación académica. El abuso sexual infantil sucede todos los días alrededor nuestro.

El abusador tiene muchos rostros. Es el pastor, el sacerdote, el conductor de bus, el vecino, el político, el empresario, el jardinero, el hermano, el padrastro, el abuelo, el papá. De la misma forma, las víctimas podemos ser cualquiera. Las chicas abusadas somos las pacientes psiquiátricas, las suicidas, las víctimas de femicidios, las niñas que desertan, las adolescentes embarazadas, las que huyen de sus casas, las madres maltratadoras. Somos las abandonadas, las ignoradas, las marginadas, las putas. Nos dicen las culpables.

Ante todo esto, también responsabilizo al Estado Panameño:

  • De no brindar mecanismos de prevención certeros, sobre todo una educación integral en sexualidad que me permitiera identificar a tiempo lo que estaba sucediendo, saber cuáles eran las relaciones sanas para mi edad y saber en base a eso establecer límites;
  • De permitir que se responsabilice exclusivamente a las familias de la educación sexual de sus hijos e hijas, pese a que las cifras reflejan que la mayor cantidad de abusos sexuales infantiles vienen de los propios familiares;
  • De no tener mecanismos de denuncia eficaces que protejan física, psicológica y patrimonialmente a la víctima;
  • De que las instituciones no sean un espacio amigable de laicidad y respeto a los derechos humanos donde la atención vaya más allá de la revictimización, la normalización de la violencia y los discursos pseudo religiosos, patriarcales y cómplices, sobre el perdón, el no aborto y la honra a tus padres a costa de tu propia vida e integridad

Hoy, escribo esto por todas esas voces que han sido pulverizadas antes de salir de los labios,

¡Nosotras no mentimos! ¡Yo no mentí, papá!

En Marie Stopes las invitamos a hablar, a acercarse a organizaciones feministas que las ayudarán, a educar a sus hermanas, hijas, amigas sobre sus derechos sexuales y reproductivos. ¡No están solas!

Con información de Tener Ovarios

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