Aborto: de eso no se habla.

Brasil, el gigante Latinoamericano, es gobernado por la izquierda desde hace más de una década. Pero es una nación que criminaliza a las mujeres que deciden abortar. Esto se explica, en parte, por la gran cantidad de católicos y evangelistas que tiene el país: a la clase política no le da votos ampliar las libertades femeninas en este rubro. Así, mientras los gobernantes hacen cálculos interesados, centenas de mujeres siguen interrumpiendo sus embarazos en condiciones muy peligrosas, demostrando que las políticas represivas no disminuyen la incidencia de este fenómeno.

Río de Janeiro. Los gritos de los vendedores ambulantes del mercado popular de Uruguaiana, en el centro de esta ciudad, tratan de captar la atención de turistas y potenciales compradores que acuden a este barrio -un Tepito en versión carioca- para abastecerse de todo tipo de productos: muebles y accesorios de casa, playeras de fútbol, DVD piratas, componentes informáticos… y pastillas abortivas.

Ni siquiera la reciente publicación en la prensa brasileña del tráfico ilícito de medicamentos para interrumpir el embarazo en este concurrido mercado logró frenar el comercio de estos fármacos, prohibidos en Brasil desde 2005. Proceso lo corroboró sin mayores inconvenientes al abordar a un vendedor de bastones de selfies que también ejerce de traficante de pastillas a plena luz del día.

«Puedo conseguir cuatro comprimidos de Cytotec por 270 dólares. Dos son de ingestión oral y los otros dos se aplican directamente por vía vaginal», explica, atento a los movimientos de los miembros de la guardia municipal estacionados a pocos metros.

Ésas son las pastillas que Mariana, una joven brasileña que pide el anonimato, tuvo que adquirir en el mercado negro para interrumpir uno de sus dos embarazos no deseados.

En su primera entrevista sobre el asunto, Mariana recuerda el calvario que vivió cuando se administró sin prescripción médica los medicamentos. «Sangré 15 días. Me acuerdo que salió una bola de carne de mi cuerpo. Sangraba mucho y dolía, latía. Parecía que estaba recibiendo golpes en la barriga».

Por paradójico que parezca, Brasil -país comúnmente asociado a la sensualidad, además de ser una nación gobernada por un Ejecutivo progresista desde hace 1.2 años considera el aborto un delito y lo castiga hasta con tres años de prisión. El Código Penal sólo permite la interrupción del embarazo en caso de violación, riesgo de muerte para la madre o cuando el feto es anencefálico.

Es precisamente esta política punitiva la que, según grupos de mujeres y activistas, empuja a mujeres como Mariana a la clandestinidad cuando deciden no seguir adelante con sus embarazos. Algo que supone correr el riesgo de secuelas irreparables o incluso perder la vida. Infecciones, hemorragias o perforaciones uterinas son comunes cuando se realizan intervenciones quirúrgicas sin condiciones hospitalarias.

Una ginecóloga y obstetra -quien pide a Proceso la reserva de su nombre- trabaja en uno de los hospitales públicos de la Baixada Fluminense, barrio situado en el norte de la capital carioca conocido por los problemas sociales y la violencia urbana. Los únicos abortos que realiza son los que la ley permite.

Sin embargo, atiende a mujeres que presentan complicaciones después de abortar clandestinamente, por lo que suele lidiar con situaciones dramáticas, como la que evoca durante la entrevista.

«Un día vino una joven que tenia tres hijas y una madre de 80 años. Después de abortar en una clínica clandestina llegó al hospital en un estado crítico. Le dimos un tratamiento que restringe la circulación en las extremidades, priorizando la buena irrigación de los órganos nobles. No murió de milagro, pero perdió los dos pies», recuerda, mientras expresa su indignación por la vulnerabilidad en la que, considera, viven las mujeres al no tener otra elección que someterse a cirugías ajenas al sistema de salud.

«Muchos de los que dicen ser médicos y practican abortos ilegales acostumbran tapar los ojos a la paciente para que no reconozca el lugar del »crimen», cuenta, y recuerda que quienes participan ilegalmente en estas prácticas se exponen a penas de hasta 10 años de cárcel.

En este escenario de clandestinidad no son infrecuentes casos como el de Jandira Magdalena dos Santos Cruz, joven de 27 años y limitados recursos económicos que, embarazada de cuatro meses, se sometió a un aborto clandestino en 2014.

La operación salió mal y ella falleció. El farsante que dijo ser doctor y sus colaboradores, temiendo represalias legales, quemaron y mutilaron su cuerpo para que no pudiera ser identificado. La policía, que encontró los restos carbonizados en la cajuela de un auto en el oeste de Río de Janeiro, tardó semanas en identificar el cadáver por medio de pruebas de ADN.

Cuestión de clase.

Pese a la dureza de la legislación, los abortos son una práctica común en Brasil. Así lo reflejan las estadísticas y los estudios de expertos.

«La criminalización no conduce a la eliminación o reducción de abortos causados, además de aumentar considerablemente los riesgos de morbilidad femenina, esterilidad y mortalidad materna», reza el informe Defensa para el acceso al aborto lega! y seguro: semejanzas en el impacto de la igualdad en la salud de las mujeres en los servicios de salud, publicado en marzo de 2011 y que ? contó con la participación de decenas de investigadores de varias regiones de Brasil.

La Organización Mundial de la Salud estima, por su parte, que cada año se practican alrededor de 1 millón de abortos en el país sudamericano, mientras datos del sistema de salubridad brasileño indican que la interrupción ilegal del embarazo es la quinta causa de muerte materna en el país.

Las brasileñas con más poder adquisitivo optan por viajar al extranjero para someterse a intervenciones en Uruguay, Estados Unidos o España. Pero quienes no tienen recursos acuden a centros clandestinos dentro de Brasil, donde se pagan desde cientos de dólares hasta unos 6 mil por intervención, en función de las garantías que presente el centro médico.

Aunque no existen cifras exhaustivas para todo el país, datos publicados en diciembre de 2014 por la prensa brasileña señalaban que ese año, 33 mujeres fueron juzgadas y sentenciadas en 22 estados de Brasil por someterse a abortos.

La mayoría de quienes se someten a esta práctica son negras, jóvenes, de clase baja, con escasa escolaridad y residentes en barrios de la periferia urbana, según las conclusiones de la investigación Criminalización del aborto de las adolescentes.» análisis de los sistemas de seguridad pública y justicia en Río de Janeiro, presentada por la socióloga Carla de Castro Gomes y la abogada Beatriz Galli.

Cualquiera que sea su estatus, es inevitable el sentimiento de soledad ante un entorno social que suele dar la espalda a las mujeres, rememora Mariana al evocar su primer aborto.

«Tenía 17 años y estaba saliendo con un chico muy complicado que era adicto a las drogas. Yo era entonces contraria al aborto, porque no tenía formación política. Iba a la escuela y mi familia siempre fue muy evangélica, por lo que yo estaba absolutamente contra la interrupción del embarazo. Pero cuando se pasa por eso, cuando te quedas embarazada porque cometes un error con un hombre, piensas: »¿Cómo va a ser mi vida en adelante?» Yo no escogí ser madre ahora», relata con su hilo de voz temblorosa.

Una amiga de Mariana, y quien también pide el anonimato, coincide cuando explica su experiencia: «La primera pregunta que me hizo el doctor cuando comencé a sangrar, porque tuve una hemorragia muy fuerte, fue: »¿abortó?» Respondí que no. Mi familia no lo sabe. Cuando descubrí que estaba embarazada me sentí desesperada, me sentí sola. Comencé a tomar tés de todo tipo con la esperanza de mejorar. Y me preguntaba: »¿A quién voy a pedir ayuda?»».

Y culpa a la clase política de machista. «El Estado no está hecho para las mujeres, sino para el hombre. Cuando una mujer torna una decisión porque piensa en su cuerpo, porque piensa en su vida como mujer y como ciudadana -que es como debería ser- percibe que su cuerpo no es suyo, sino del Estado. Y cuando se tiene el cuerpo vendido y franquiciado al Estado, éste es quien manda en tu barriga, en tu vientre, en tu útero, en tus ovarios, en tus trompas. Percibimos que estamos a años luz de conseguir algún avance sobre este tema».

Política y catolicismo.

En el país con mayor número de católicos del planeta -123 millones, según los últimos datos disponibles del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística- el debate político sobre el aborto tiene un gran componente ideológico.

La Iglesia se opone férreamente a que se despenalice el aborto en el país y las religiones cristianas en alza también promueven la tolerancia cero: no sólo repudian la legalización, sino la propia despenalización. Este discurso se cuela desde las salas de rezo y las homilías hasta el corazón del Poder Legislativo.

«Hay que tener seriedad con el tratamiento del aborto y no abordarlo como un tema de campaña electoral. Ni tampoco pensar que el cuerpo pertenece a la mujer, y que la mujer puede hacer lo que quiera con aquello que está dentro de su vientre. Eso es un absurdo que vamos a combatir, y siempre seré radical en la defensa de la vida. Así que difícilmente un proyecto que legalice el aborto será debatido en el Congreso nacional», dijo el 9 de febrero el conservador Eduardo Cunha, presidente del Congreso, confeso evangélico y, dicho sea de paso, investigado por su implicación en el escándalo de corrupción en la petrolera estatal Petrobras.

Alrededor de la sexta parle de los 513 diputados brasileños son de confesión evangélica y, pese a las reformas de corte social aprobadas por Brasil en la última década, las elecciones de octubre de 2014 dejaron un Parlamento conservador en cuestiones como el aborto o el matrimonio homosexual, temas casi por completo fuera de la agenda pública.

Esta situación acaso sea una consecuencia del bajo número de representantes del sexo femenino en el Pocrerlegislativo brasileño: apenas 10% en la Cámara de los Diputados y 11% en el Senado.

Ni siquiera la primera presidenta de la historia de la República, Dilma Rousseff, exguerrillera con una historia de superación personal, que luchó contra la dictadura y aboga por la paridad de géneros, se manifestó a favor de cambios en las políticas sobre el aborto.
Consciente de que 79% de los brasileños se opone a modificar la ley, según un estudio del Instituto Brasileiro de Opinión Pública y Estadística publicado en septiembre de 2014, no quiso pronunciarse sobre ello en los últimos comicios.

Sólo algunos como el diputado Jean Wyllys se atreven a abordar un debate que parece tabú para los políticos. Este joven parlamentario presentó en marzo una propuesta de ley para legalizar el aborto, la primera iniciativa de este tipo que -sin opciones de prosperar- por lo menos rompe 20 anos de silencio político al respecto.

«Tenemos que aportar respuestas. Y la respuesta no es criminalizar a las mujeres, porque eso ya demostró que no disminuye la práctica del aborto. El objetivo del proyecto de ley es abrir un espacio político para discutir el asunto, porque es una cuestión de salud pública: mujeres están muriendo a causa de la interrupción del embarazo indeseado de forma insegura y clandestina. El país no puede cerrar los ojos», manifiesta en entrevista telefónica.

Con información de Proceso en su edición del 14 de junio de 2015. Páginas de la 68 a la 70

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