Mi abuela materna nació —creo— antes de 1900 y en su “época” no podía hacer mucho: tuvo siete hijos, cocinaba todos los días y atendía “su casa”, estudió cuando ya era grande y solo la primaria. Cuando tenía como 85 años (ella murió a los 97) me acompañó a comprar mi primer auto, me dijo que quería ir conmigo porque era un sueño que ella tuvo y nunca pudo lograr…
“Cuando quise comprar un auto, el vendedor me dijo que debía llevar a mi esposo o padre, porque no vendían autos a mujeres solas aunque tuvieran el dinero”, me comentó mi abuela.
Lucía se llamaba mi abuela y así como esa anécdota, me contó muchas injusticias contra las mujeres de esos tiempos. Sin embargo, a veces creo que no estamos en pleno 2018, pues algunas mujeres siguen siendo limitadas —y obligadas— a actuar como mi abuela.
Tal es el caso de una amiga, que llamaré Candelaria —como mi abuela paterna—. Esta amiga es una reata en su trabajo, tuvo varios premios, reconocimientos y buenos retos laborales. Sin embargo, se casó y todo cambió.
“No puedo trabajar porque a mi esposo no le gusta, dice que la gente comenzará a hablar en su contra puesto que creerán que no tiene para mantenerme a mi y a nuestros hijos”, me sentenció hace poco, cuando le pregunté por qué una mujer tan talentosa como ella había dejado de trabajar.
Eso no fue todo, también le dijo que no podía usar ningún anticonceptivo porque le daría “cáncer”. “Un día le pedí que me acompañara con el ginecólogo para tomar anticonceptivos —pues no me quiero llenar de hijos— pero él dijo que no, que él usaría el preservativo y que con eso era suficiente”, comentaba mi amiga.
La verdad es que miro a “Candelaria” y no la reconozco, no puedo conectar sus frases con la mujer que yo conocí hace 10 años. “Pero no todo es malo, él me dio una tarjeta de crédito y con ella compro lo que yo quiera, lo que me venga en gana, lo que se me antoje”, dice con una leve sonrisa.
Seguro que es una tarjeta adicional a la suya, ¿no? La confronto. “Sí, ¿y qué?» dice. Le explico que él puede ver todas sus compras, puesto que es el titular de la cuenta.
“Él ve dónde, cuando y a qué hora compraste y seguro tienes un límite de gasto, así que eso no te da independencia, por el contrario te controla más. Parece que vives la vida de mi abuela”, le respondí.
“Con razón me armó un dramón cuando fui a un desayuno con una posible cliente, para trabajar desde mi casa, mientras los niños están en la escuela. Pagué con su tarjeta”… me cuenta con la mirada perdida y dice “pero lo amo”.
“El amor no tiene que ver con el dinero, pero el control sí tiene que ver con el dinero, puesto que es una forma de control. Además, si él te amara no condicionaría tu vida laboral por estar con él”, insistí.
“¿Te presto mi tarjeta y vas al ginecólogo por un implante o un DIU?”, le pregunté. Ella aceptó y dijo que hablaría con él para llegar a un acuerdo respecto de su vida laboral. “La neta es que siento que tengo la experiencia y la juventud para lograr metas laborales maravillosas, no entiendo por qué no me da chance de hacer mi vida”, se ofusca.
“Pues no debería darte chance ni permiso, porque no es tu papá, pero quien tiene el poder de acción eres tú no él, le aconsejo y le cuento la historia de una mujer que —por azares del destino conocí— vendía productos de belleza por catálogo.
“Ella era una señora que no tuvo los estudios universitarios que tú, y comenzó a vender maquillaje, perfumes y cremas, nunca le dijo nada a su marido y comenzó a ganar dinero. Le compró zapatos a sus hijos, se compró una licuadora nueva, hizo varias compras para su casa, para su familia. Cuando el marido supo y le reclamó, pensó que andaba con otro hombre y que él de lana dinero y regalos. Ella le demostró que no, que ella vendía por catálogo y él le pegó tan fuerte que la señora no pudo salir de su casa por varios días. Al final, el señor le dijo que no le daba permiso de seguir haciendo ‘pendejadas’”, le narré.
Al final, mi amiga “Candelaria” —nombre antiguo y en desuso— se fue triste y pensativa.
Con información de Guadalupe Camacho, académica y periodista mexicana