Para una mujer de clase baja o media baja en edad reproductiva, América Latina y el Caribe son la pesadilla perfecta: la educación sexual es inexistente, no hay campañas de prevención del embarazo precoz y el aborto está prohibido en casi todas partes. El resultado es que la región tiene una de las tasas más altas de muertes por aborto en el mundo.
En la Argentina es delito, excepto cuando hay riesgo de vida para la mujer o el embarazo es producto de una violación. Esta semana se presenta en el Congreso un proyecto para legalizarlo. Cada vez que eso sucede en mi país, y en otros del área, escucho a mujeres que, defendiendo la despenalización, como la defendemos muchos, dicen: “Abortar es lo peor que puede pasarle a una mujer, el dolor psíquico que produce es enorme, eterno, pero debemos despenalizar porque…”. Reclaman un derecho y, para eso, sostienen una idea reaccionaria: ofrecen, a cambio, garantía de sufrimiento.
La vieja fórmula de siempre —parirás con dolor— transformada en “abortarás con trauma”: el dolor nos purifica después de caer en la abyección. ¿Por qué, para defender un derecho, tenemos que jurar sobre la biblia del espanto?
Tengo malas noticias. Hay mujeres que abortan sin arrastrar un “dolor psíquico eterno”. Que abortan y que, después, no chillan ante la sola visión de un pañal. Que tienen trabajo, amor, buenas vidas. Que tienen, incluso, bebés. Y también días de mierda, como todos, pero no como consecuencia del aborto.
¿Por qué en esta parte del mundo pensamos que ofrecer dolor a cambio de un derecho es una gran idea? Un aborto no es el camino más seguro a una vida espantosa. El camino más seguro a una vida espantosa es no tener la vida que se quiere tener. Y eso pueden provocarlo muchas cosas. Un hijo no deseado es una de tantas.
Con información de Leila Guerriero para El País