Muchísimas veces en la vida cogí sin ganas, sin deseo, sin intención y cogí mal, muy mal, sólo porque estaba saliendo con un tipo de bien, con quien no me sentía “usada” y que me abrazaba después del sexo y me hacía desayuno a la mañana. La idea de que el sexo tiene que ser necesariamente afectuoso es peligrosísima para el consentimiento. Muchas, muchísimas formas de violencia han sido naturalizadas en las relaciones sexuales heterosexuales, porque estaban en un contexto de “amor” y “respeto” y porque estaban en el marco de relaciones estables.
Cuando yo estaba en el colegio y rondaba los 15 años, las mañanas de los primeros martes al mes, nos reunían en un salón a primera primerísima hora -que en Bogotá es infamemente temprano, 6:45 am a darnos una clase fundamental para nuestro desarrollo como adolescentes de bien, de la educación de la época –que no está nada lejos del presente, porque yo tengo apenas 26 años–, la clase de afectividad. Ese era el eufemismo que habían elegido un amplio equipo de profesionales, para hablar de lo que debería llamarse simple y llanamente como educación sexual.
La primera parte de la clase, consistía en separarnos a hombres y mujeres en salones distintos. A las mujeres nos hablaban, principalmente, de menstruación y objetos de gestión menstrual, un equipo de psicólogas y profesoras y todo era edulcorado por un manto de vergüenza y color rosado, que sin la presencia de los hombres dejaba claro que a nadie le interesaba que ellos supieran de nuestras anatomías, mientras a los varones les hablaba el profesor de educación física, con otro psicólogo, asumo yo que sobre prácticas que empezaban a trazar y enseñar algunos rasgos violentos de la masculinidad hegemónica. Digo asumo, porque el pudor que nos daba esa separación nos acompañaba hasta nuestros ratos libres, en los que nunca éramos capaces de preguntarnos qué nos habían dicho.
A las niñas, además de hablarnos de toallitas y tampones, nos hablaban de amor, cariño y respeto. Siempre esas tres máximas que teníamos que tener claras en nuestro vínculo con los varones. El amor, representado por abrazos, besos y ternura, el cariño igual, pero en un rango menos formal y el respeto significaba que los hombres no fueran a “usarnos” para tener relaciones sexuales y después a dejarnos, o que no accediéramos a acostarnos con ellos en una primera cita, porque éramos mujercitas de bien y hacernos respetar significaba “hacernos desear”. Nuestro deseo sexual no existía y se nos enseñaba, más bien, qué hacer y cómo gestionar el deseo de los hombres para ganar su amor, su cariño y su respeto: único objetivo de nuestras relaciones sexuales.
Después, por supuesto, nos reunían a mujeres y varones en un mismo salón y estudiábamos cómo sucedían las relaciones sexuales: erección/penetración/eyaculación, así, sin más. Eso sí, teníamos que usar siempre condón o pastillas anticonceptivas, porque la peor consecuencia de las relaciones sexuales cis-heterosexuales (porque ni asomo de enseñarnos o hablarnos de orientación sexual e identidad de género) era quedar embarazadas y, por supuesto, que nos “usaran” o nos “irrespetaran” acostándose con nosotras sin ser nuestros novios después y menos antes. Nada de placer, de calentura de las mujeres, ni siquiera de lubricación, nada de otras prácticas que no fueran las penetrativas. Nada de nada. Nuestra disposición para coger tenía que ser más emocional que física y se nos enseñó que para tener una relación sexual era más importante estar enamoradas que húmedas y que coger, como dios, la iglesia y la afectividad mandan, es ser penetradas vía vaginal.
Atravesamos la adolescencia y llegamos a la primera adultez, con la idea vetusta de que si nos acostábamos con hombres por el simple y llano hecho de tener ganas de hacerlo, íbamos a ser putas, fáciles o “usadas” y que eso representaba para nosotras una forma de irrespeto. No la respeta, porque se acuesta con ella y con otras, era una frase que escuchábamos en las mesas familiares, salones de clase y novelas y medios de comunicación.
Muchísimas veces en la vida cogí sin ganas, sin deseo, sin intención y cogí mal, muy mal, sólo porque estaba saliendo con un tipo de bien, con quien no me sentía “usada” y que me abrazaba después del sexo y me hacía desayuno a la mañana. Es más, la idea de que es más importante el afecto que el sexo, me llevó (y estoy segura de que no estoy sola en esto) a ni siquiera decirle a algunas parejas (no tan casuales) que lo que estaban haciendo no me gustaba, o mostrarles cómo prefiero algunas cosas y fingir placer y orgasmos, para no molestarlos o hacerlos sentir mal con respecto a su sexualidad, mientras sin problema posponía la mía y con ella mi placer.
La idea de que el sexo tiene que ser necesariamente afectuoso es peligrosísima para el consentimiento. Muchas, muchísimas formas de violencia han sido naturalizadas en las relaciones sexuales heterosexuales, porque estaban en un contexto de “amor” y “respeto” y porque estaban en el marco de relaciones estables.
El amor es un contexto, no me atrevería yo a dar otra una definición al respecto, pero sí a pensarlo como un marco en el que se puede o no dar las relaciones sexuales, que aún con amor, tienen que ser consensuadas, placenteras, claras y tiene que existir la posibilidad de comunicación. Por eso creo que un buen ejercicio es pensar el sexo, incluso en pareja, como una variable paralela al amor y atenderla así.
La terrible ansiedad que nos ha generado a muchas mujeres que no haya al otro día de una relación sexual casual, un mensaje diciendo algo al respecto, o que no haya abrazos ni besos a la mañana -aún sin quererlos- nos sitúa de vuelta en un lugar en el que aprendimos que debe estar nuestro deseo: a disposición de una relación sentimental y a la espera del tan urgente afecto. Y es curioso, que muchas de nosotras hayamos puesto por encima de disfrutar del sexo, esperar una serie de protocolos posteriores que nos dan la certeza de que la relación valió la pena, más que la medida de nuestro propio placer.
El fantasma de sentirnos usadas, como en las clases de afectividad de mi colegio, está presente todavía y nos aleja de la idea de tejer vínculos sexuales en paridad e igualdad de condiciones, de verbalizar nuestro deseo y de la libertad de priorizarlo por sobre un vínculo afectivo. ¿Por qué, si la pasamos bien, consensuamos relaciones sexuales, fueron placenteras, en paridad, no nos interesa tener una relación con esa persona y se dieron en un contexto casual, sin promesas, nos sentimos usadas si no nos mandan un mensaje después?
En mi caso, después de revisar exhaustivamente todas las situaciones en las que me sentí así, pude descubrir que el problema es que no se dieron todas las condiciones previamente mencionadas: que o no la pasé tan bien, o no fue tan consentido, o no tenía tantas ganas y cedí ante la insistencia, o hubo promesas de la contraparte masculina y palabras innecesarias que los hombres siguen diciendo para llevarnos a la cama y que después no se cumplieron o ni siquiera hubo alguna recompensa emocional, menos que menos económica.
Muchas de las veces en las que me abrazaron, me hicieron desayuno y me mandaron mensaje y en las que yo misma prioricé esos gestos, las relaciones sexuales fueron terribles, poco placenteras y en algunos casos incluso dudosamente consentidas, pero mi deseo y mi placer es fácil de posponer y difícil de priorizar, porque lo que me enseñaron tenía que ver con el afecto y el respeto y esas dos variables es muy fácil garantizarlas para los varones, si dependen de mandar un emoticón por whatsapp o dar un abrazo postcoital. Pero el consentimiento no es un desayuno.
El sexo es sexo. Quien quiera puede verlo como una conexión emocional entre las almas, o como una consecuencia del amor, o como un ejercicio espiritual, o como una actividad para liberar el estrés, o como una forma de paliar inseguridades, o como una fuente de ingreso, o como un vehículo emocional, o como un ámbito de experimentación, o como una actividad placentera entre dos o más personas. O como muchas de las anteriores. Las nociones sobre el sexo cambian, los acuerdos entre parejas se modifican y las prácticas que nos gustan también, nada de eso es problemático, absoluto o sujeto de algún juicio en tanto y en cuanto sea consentido.
Hay múltiples, infinitas, concepciones del sexo, así como múltiples prácticas y formas de tener placer durante las relaciones sexuales, sin embargo, hay una sola educación y no puede estar fundamentada sobre la cisheteronormatividad y el amor romántico, que nos habla de afecto y cariño, cuando debería hablarnos de consentimiento y deseo.