Juanjo y yo éramos inseparables en la universidad, siempre pasábamos las clases juntos, hacíamos equipo para hacer nuestros trabajos de investigación, y en los descansos nos besábamos y nos hacíamos arrumacos y caricias.

Creo que éramos la pareja perfecta. Estuvimos juntos así tres años, y teníamos una vida sexual muy plena y tranquila hasta que me embaracé, tenía siete semanas y una tarde después de nuestro taller de redacción le dije: “estoy embarazada”.

Él me miró a los ojos y supe que no quería tenerlo, así que seguí: “quiero abortar, ya investigué y necesito hacerlo, ¿’jalas o te pandeas´?”. “Lo que tú digas china”, respondió.

Quedamos en hacerlo un viernes para que el fin de semana estuviera en mi casa descansando, teníamos todo un plan. Pasaría por mí temprano, luego me llevaría con el médico (lo había encontrado por recomendación de una amiga) y esperaría.

Llegó el día, y cuando vi su auto estacionado afuera de mi casa, me sentí nerviosa, por primera vez. Me subí al auto y él me tomó la mano y me besó en la mejilla, lo vi a los ojos y creo que estaba triste, pero él nunca, ¡nunca mostraba su lado frágil!

Pasamos por mi mejor amiga y nos fuimos, ni siquiera recuerdo qué rumbo o colonia era. Bajamos del auto y cuando el asistente del médico abría la puerta, Juanjo se regresó al auto, allí se encerró. Mientras, mi amiga y yo entramos, me hicieron un aborto con legradillas (aún no se usaban las pastillas) y estuve anestesiada más de 30 minutos.

Cuando desperté, me escuché llorar y gritar el nombre de Juanjo, sentí unos brazos y sí, era mi amiga. “Tranquila, todo salió bien. Te quiero, te quiero”, me decía mi linda amiga. Me recuperé de la anestesia y puede levantarme, caminar y salir hacia el auto rojo de Juanjo.

Me senté en el asiento del copiloto, y no pude mirarlo a la cara, puesto que de reojo noté que había llorado…

Pasó esa noche, y 30 noches más y había perdido como cinco kilogramos, que para ese tiempo era muy notorio porque yo en la universidad pesaba apenas 48 kilogramos. “Te quiero mucho china”, me decía todas las tardes que me llevaba de regreso a mi casa. Yo le creía, pero algo ya no era igual…

Entonces, llegó el fin de curso. Hicimos el amor tras la fiesta de graduación, pero el nuestro amor había cambiado, era menos pasional. Sí estábamos juntos, pero ya no tanto tiempo, yo me fui acercando a mis amigos, salía más con mi familia, me enfoqué en la lectura…no estaba depresiva sino más bien, buscaba mi espacio, mi mundo, mi futuro.

A pesar de todo lo bello de nuestra relación y del apoyo incondicional respecto del aborto, y de  otras decenas de situaciones fuertes que pasamos juntos (un accidente de mi mamá, la hospitalización de su papá, cuando nos asaltaron). Así como de las alegrías, de las risas y de los orgasmos, terminamos la relación.

Comenzamos a alejarnos. Y un día, revisando mis cuadernos de la universidad, encontré unos escritos en la parte de atrás de uno de ellos. Decía: “China si estuviera en otra situación, te pediría que te fueras a vivir conmigo al fin del mundo”, atentamente J.J.

“¿Por qué me escribiste eso?”, le pregunté tras la bocina telefónica. Él respondió, “perdón, andaba con otra chica… aún ando con ella y no quise dejarte luego del aborto, así que me quedé contigo el resto de la universidad”, respondió, aquel hombre que creí —en algún momento— que era el amor de mi vida.

Entonces supe que había tenido otra relación, otra novia en otra escuela. Entonces supe que yo no me había alejado, yo no había cambiado tras el aborto, sino que había sido él. Hoy, al paso del tiempo, sé que Juanjo y yo no habríamos podido hacer una familia, ni tener hijos, ni ser felices pues un novio que te engaña por tantos años no es una opción para hacer una vida.

Por Guadalupe Camacho, periodista y académica mexicana.

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