«Yo aborté… o tal vez no, pero no es importante», así comienza la plática TED de Leslie Cannold que nos invita, como sociedades, a dejar de avergonzar a las mujeres que abortan.
Esta vergüenza, argumenta la activista, empeora el entorno emocional asociado, porque genera un círculo vicioso de soledad e ignorancia, así como la política pública relacionada, porque impide que las mujeres que deciden abortar, tengan la información pertinente y las leyes necesarias para hacerlo en un ambiente seguro.
El aborto es mucho más prevalente que lo que la sociedad está dispuesta a aceptar: entre una de cada tres y una de cada cinco mujeres van a interrumpir algún embarazo a lo largo de su vida. No hay, parece ser, diferencia en la incidencia entre mujeres que dicen profesar alguna religión y las que no; no hay diferencia entre mujeres que han tenido hijos previamente y las que no; y, contrario a lo que se pudiera pensar, es mucho más frecuente en mujeres mayores de treinta que en mujeres menores de veinte años.
El 28 de septiembre pasado se celebró el Día de Acción Global por un Aborto Legal, Seguro y Gratuito. El tema me puso a pensar mucho…
Yo soy de la generación a la que pusieron a leer a Carlos Cuauhtémoc Sánchez en la secundaria; un libro (es un decir) en el que se detallaba la experiencia del aborto desde el punto de vista del feto. Una barbaridad, sobra decir, pero bueno, logró el cometido: crecí horrorizada. También tuve mucha cercanía con una amiga cuyas convicciones religiosas relacionadas eran férreas.
Así que, si bien soy feminista y creo que todas las mujeres deben tener derecho a interrumpir su embarazo por la razón que quieran, también puedo entender argumentos como el que discute la idea de que sea una decisión sobre el cuerpo de la mujer o, incluso, el que lo tilda como asesinato. No los comparto, pero puedo entenderlos.
Sin embargo, últimamente me he dado cuenta de que gran parte de cómo cada uno de nosotros evalúa el aborto tiene que ver con narrativas asociadas que son falsas y que como sociedad perpetuamos. Las más obvias, las narrativas machistas que nos quieren convencer de que las mujeres nacemos y servimos sólo para tener hijos. En esa lógica, ¿qué clase de persona iría en contra de su misión natural?
Tiene que ver, también, con cómo idealizamos las relaciones de pareja. Porque no concebimos que una mujer pueda sentirse forzada a tener relaciones sexuales sin protección para evitar algún evento de violencia.
Tiene que ver con un doble discurso en el que el cuerpo de la mujer no es suyo si no quiere llevar a término un embarazo, pero en la decisión de abortar es exclusivamente suyo. Porque hemos escuchado miles de veces que las mujeres «se lo ganan por putas» y por eso no deberían tener derecho a abortar, pero nunca hablamos de hombres que embarazan a las mujeres que deciden (muchas veces acompañadas) abortar. Es decir, la «condenable» decisión es siempre exclusivamente de las mujeres. Tiene que ver, entonces, también, con la satanización de la sexualidad femenina.
Pero sobre todo, creo, tiene que ver con la idea de que para muchos es más importante ocuparse de la ética y la moralidad en la decisión de otros que en las propias. Yo creo que si podemos tener compasión con un ser que no ha nacido, deberíamos tener el doble con la que sería y tal vez no quiere o no puede ser su mamá.
Es decir, creo que hemos enfocado el tema de la moralidad del aborto en el sujeto equivocado. Porque la discusión ética del aborto no se constriñe a la decisión de quienes abortan, sino que tiene que ver con una ética social de cómo tratamos, incorporamos, validamos y escuchamos a esas mujeres.
Estoy convencida de que plantear la discusión ética en esos términos no sólo es pertinente porque es lo humano, sino también porque es lo eficiente. Finalmente, sobre la eticidad de nuestra conducta, sí tenemos derecho y capacidad de incidir.
Con información de Jaina Pereyra en Excélsior 01 de octubre de 2017