Cuando estaba en la secundaria tenía una amiga llamada Ana. Era hipocondríaca o al menos eso contaba. Todos los días tenía gripe, diarrea o le dolía la cabeza. Nos reíamos con ella diciendo que tenía de todo, incluso cáncer de próstata. En ese entonces la broma nos parecía muy graciosa porque obviamente las mujeres no tienen próstata.
Nos equivocábamos: las mujeres tienen próstata, igualita que los hombres, acaso más pequeña. Durante años se ha negado su existencia, luego se le ha llamado Glándulas de Skene y, finalmente, «Punto G», mítico spot cuya búsqueda ha sido más ridícula que la de los Monty Python por el Santo Grial.
Y lo que es más: sirve para eyacular. Así es, la eyaculación no es nada más territorio masculino. Cuando se estimula la próstata, suelta un chorro —grande o pequeño, para afuera o para adentro—, dependiendo de cada mujer. Esa eyaculación no es lo mismo que un orgasmo, así que, ¿para qué sirve? ¿Tiene sentido hacerlo si no es por placer?
Hora de una encuesta: ¿cuántas de ustedes han estado bien calientes y de repente se han «meado» mientras cogen? Pues eso es la eyaculación, aunque muchos la confunden con orina. Nunca he eyaculado (visiblemente) y las veces que me tocó observarlo en una chica, también creí que era un chisguetazo de pipí. Hasta que vi a un montón de mujeres meterse los dedos de la vagina y soltar su chorro totalmente en vivo.
Todo sucedió en el primer taller práctico experimental de eyaculación en la Ciudad de México, impartido por Diana J. Torres, más conocida como Diana Pornoterrorista. Lo de «práctico» me asustaba un poco, pero aún así fui por curiosidad extrema y ganas de saber si también podía eyacular.
El taller fue en una cafetería de consignas feministas y ambiente amigable en el Centro de la Ciudad de México. Al lado está una iglesia que contrasta con todo lo que hay dentro del café. Llegué antes de tiempo, así que las organizadoras me encargaron una misión misteriosa: partir betabel en cuadritos, ponerle limón y esperar.
Las mujeres fueron llegando hasta que formamos un grupo de diez. Fuimos al segundo piso y nos sentamos en medio círculo sobre colchonetas. Diana Pornoterrorista comenzó a hablar mientras se quitaba la ropa. Ninguna de nosotras se inmutó o dejó ver la sorpresa. Comimos mucho betabel mientras nos contó cómo las palabras y las imágenes anatómicas han sido el bisturí que extirpó la próstata femenina.
Luego sacó una lupa con focos y una cámara de video que conectó al proyector. Ahí empezó la acción: el ataque de la pucha de 50 metros. Nada como romper el hielo viendo tu coño gigante proyectado en la pared, frente a diez mujeres que acabas de conocer. Una a una pasamos a examinar nuestros genitales con ayuda de la lupa y la cámara. Dos verdades se me vinieron encima: ninguna pucha es igual a otra y jamás me había examinado a conciencia lo que tengo entre las piernas.
La mayoría de nosotras vivimos con la idea de tener sólo tres hoyos abajo: ano, vagina y meato urinario (algunas, más desinformadas, dicen tener dos y creen que la orina sale por la vagina). Aunque pasa que somos unos malditos coladores, nuestros genitales tienen dos agujeritos más por donde lubricamos y dos que sirven para eyacular. Algunas mujeres tienen incluso más. Jugamos un rato a encontrarnos esos pocitos viendo nuestros coños en la pared, como en una especie de «Where’s Wally?». Dibujamos el mapa de nuestras puchas, nuestras propias coordenadas que antes ignorábamos. El resultado fue una constelación.
Después de un ejercicio tan revelador, la timidez inicial se hizo pedazos, algo muy útil porque el siguiente paso era examinarnos a nosotras mismas para encontrar el tamaño y la ubicación de nuestra próstata. Diana nos dio guantes de látex y lubricante y nos sugirió la mejor postura: sentadas en cuclillas con la espalda contra la pared. En ese momento me pregunté si sería capaz de meterme los dedos en la vagina con tantas personas alrededor, pero la duda no me duró mucho pues vi que todas lo hacían con naturalidad. Me toqué y toqué hasta sentir el bultito rugoso a la entrada del canal vaginal. Lo sentí hincharse y moverse hacia los lados. Miré la cara de las otras y en ellas encontré el mismo reconocimiento corporal.
La evidencia era innegable: todas teníamos próstata. «Qué alegría», nos dijo la facilitadora. Muchas lo tomaron como un chiste, pero las palabras de Diana tenían detrás una historia terrible: durante un taller teórico que dio se topó con esta chica cuyo novio se sacaba de onda cada que ella eyaculaba, así que fue al ginecólogo quien le dijo que tenía un problema de incontinencia, la mandó al cirujano y allí le extirparon un órgano perfectamente sano y funcional.
Decidimos descansar y comer. Al volver nos esperaba el ejercicio final: estimular nuestra próstata para alcanzar la eyaculación. Podíamos hacérnoslo nosotras mismas, buscar ayuda de Diana o de cualquier otra chica que se ofreciera. Cada quien lo haría como quisiera: ahí, en la privacidad del baño, con juguetes que la facilitadora llevaba, con guantes, sin guantes, masturbándose o «en seco». Las técnicas eran la «no contracción de la vagina», la presión con los dedos en «ganchito» y la de «empujar» como si orinamos. El asunto era sentirse a gusto. Sólo había una condición: si eyaculábamos debíamos hacerlo en un vasito que nos dieron.
Ninguna se fue al baño, creo que porque ya estábamos demasiado cómodas con el ambiente. Tomamos nuestro pedazo de pared, agarramos postura, nos metimos los dedos, ¡y a darle! Debo admitir que nunca pensé pasar por la experiencia de estar en un salón con diez mujeres estimulándose, gimiendo un poco y ayudándose a venirse, pero así es la vida a veces. Diana nos advirtió que el ejercicio no era una carrera, que no se trataba de frustrar a nadie. Aun así, sentí mucha alegría cuando por primera vez en la vida un chorro muy real y perceptible salió de mí. Creo que lo mismo le pasó a todas las demás, con excepción de dos chicas. Cada una lucía su vasito con orgullo, como una estudiante aplicada.
Toca la hora de una confesión: hasta ese momento seguía dudando de que el líquido que expulsé y el que vi soltar a mi novia tantas veces, fuera eyaculación y no pipí. Siglos y siglos de «ciencia» y enseñanzas católicas me impedían pensar otra cosa. Y aquí entró el maravilloso betabel para convencerme. La facilitadora del taller nos dio otro vasito, sólo que éste era para orinar. A estas alturas ya no me importaba que las demás me vieran haciendo cualquier cosa. Total que oriné hasta casi llenar el vaso y allí llegó la revelación: mientras que el líquido urinario estaba rojo porque se pintó con el betabel, el líquido eyaculatorio tenía color blancuzco, como agua de coco. No se veían igual y era porque venían de diferentes partes del cuerpo. Incluso el olor era muy distinto. ¡Ciencia, perras!
Finalmente nos reunimos para hablar de nuestras experiencias, sugerencias para mejorar el taller y opiniones. Imaginen a un grupo de mujeres que entraron viéndose a sí mismas y a las otras con un poco de extrañeza y terminaron platicando cordialmente, desnudas de la cintura para abajo. Al principio me preguntaba si eyacular servía de algo, ya que no era lo mismo que un orgasmo. Y sí, sirvió para conocernos, entender nuestro cuerpo, restablecer una función arrancada y volver a poner en nuestro mapa mental un órgano cercenado por las palabras equivocadas (¿Punto G?) y el silencio.
Salimos del salón y del café, nos despedimos, le dijimos adiós y gracias a Diana. Afuera estaba una pareja a punto de casarse, desfilando hacia la iglesia. Otra vez pensé en el contraste de lo que iba a suceder ahí y lo que había pasado en el café.
Sólo me queda decirle algo a Ana, mi compañera de secundaria: sí te puede dar cáncer de próstata porque sí tienes una. No te asustes, infórmate y cuídate.
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Con información de Vice.