Teníamos una cita pendiente, así que fuimos a desayunar para celebrar su cumpleaños 35. “Chilaquiles con huevo, jugo de naranja y papaya”, pidió mi amiga Katia. Ella es una mujer independiente, vive sola, tiene una pareja a todo dar y ambos habían decidido —hacía un año—quitarse el DIU para intentar ser padres.
“Tengo cólicos muy fuertes”, me dijo a la mitad del desayuno. “¿Estás con tu periodo?”, le pregunté. “Pues creo que tengo problemas hormonales porque aún no me baja bien, tengo un tipo manchado, pero ahorita sí me siento medio mal”, respondió Katia, quien trabaja en una ONG y disfruta mucho estar con su familia y amigos.
Nos apresuramos al desayuno y la dejé en su casa. Al poco tiempo me llamó por teléfono: “Te puedo enviar unas fotos, es que fui al baño y arrojé algo”. Vi las tres imágenes y tampoco supe qué era eso. No era un coágulo, no era un feto, no era una masa, una bola o algo parecido a una semilla.
“Es de color gris”, me dijo. Yo lo vi como una liga estirada, muy estirada, como un moco largo y un tanto lleno de sangre. “Mejor haz cita con tu ginecóloga porque esto está muy raro”, le contesté, y Katia respondió: “la semana pasada me hice unas pruebas caseras de embarazo, porque mi novio me dijo que me notaba rara, y para que se estuviera tranquilo así lo hice, una prueba salió positiva y otra negativa”.
“Márcale a la ginecóloga para que te atienda hoy mismo”, recomendé. Al poco rato volvimos a hablar por teléfono y ella me dijo que ya estaba menstruando “normal” que ya no era manchado sino la regla tal cual. “¿Cómo te sientes”?, le pregunté. “Me siento bien, no tengo cólicos, no tengo dolor de nada”, me respondió tranquila, como siempre y echando bromas.
La ginecóloga la recibió el día siguiente, la revisó, le hizo un ultrasonido abdominal y luego un ultrasonido vaginal, no sin antes analizar las fotos que mi amiga se había tomado en el baño y ver las dos pruebas de embarazo. “Tenías aproximadamente siete semanas, y tuviste un aborto espontáneo, lo cual es muy común”, respondió la experta en salud y continuó: “ya sacaste todo, pero te voy a dar estos medicamentos para que no te quede nada adentro, te darán unas leves contracciones”.
“¿Por qué me ocurrió esto?”, preguntó Katia. La ginecóloga respondió que algunos embarazos son inviables, y hay decenas de razones: puede ser tu obesidad, puede ser que el producto no estaba completo, puede ser que no se implantó correctamente, puede ser que estás muy estresada en el trabajo, con tu familia o con tu pareja, puede ser que te subiste a la bicicleta —mi amiga usa la ecobici a la menor provocación—, pudieron ser tus clases de baile, pudo ser todo eso en conjunto o una de esas razones, o bien ninguna de ellas. ¿Cuál es la razón precisa? Lo desconozco”, respondió la ginecóloga.
Katia no lloró, no se tiró al drama. Tampoco su pareja. Ambos son personas con estudios universitarios, que han viajado por el mundo, que comparten y disfrutan la vida, son profesionistas, aman su vida en pareja (tienen más de 6 años juntos) y comprenden perfectamente que antes de los tres meses son comunes los abortos espontáneos.
“Me siento bien amiga, entiendo que tuve un aborto y no pasa nada”, me llamó el domingo siguiente. “La doctora me dijo que podía embarazarme sin problema alguno, pero sí me recomendó bajar de peso, así que voy a bajar unos ocho kilos”, me comenta. Y sí Katia no tiene tantos kilogramos de más, es una mujer linda, con un carácter maravilloso y no tiene pelos en la lengua: “le agradezco a mi cuerpo que haya abortado, porque yo no quiero un bebé enfermo, tampoco incompleto, mi pareja y yo queremos y deseamos un hijo lo más normal posible; y yo le quiero dar un nieto a mi mamá que disfrute no que sufra”, concluyó Katia, a quien admiro, respeto y quiero con todo mi corazón.
Ya sea que se trate de un aborto espontáneo o inducido, las mujeres tienen derecho a acceder a servicios de salud que las apoyen sin juzgarlas ni criminalizarlas, sino salvaguardarlas.
Con información de Guadalupe Camacho, periodista y académica mexicana