Ya que pasó el torbellino mediático, VICE se sentó a hablar con María Paula La Rotta. En sus palabras, les contó cómo era su relación con Carlos Arbeláez, profesor de la Javeriana.
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A él, a Carlos Arbeláez, lo conocí hace tres años, en la época en la que éramos roommates. Por ese entonces, ambos teníamos pareja y solo éramos amigos. Yo soy publicista, pero siempre trabajé en bares, hacía protocolo, esas cosas. Él era profesor de sociología en la Javeriana y en el Rosario. Durante una época también dio clases en la Nacional. Luego él terminó su relación, yo también, y después de un tiempo, como roommates, nos empezamos a involucrar. Ahí decidimos irnos a vivir juntos en otro apartamento.
Eso fue hace un año.
Lo que me gustaba de él era que parecía un tipo serio. No era fiestero como yo y eso me daba una rara alegría. Yo pensaba que había encontrado al tipo perfecto: un tipo con una buena profesión, con una buena carrera y con un buen trabajo. El que me iba a cambiar la vida. Y al principio fue así. Yo empecé a bajarle a la fiesta y a quedarme más en la casa. Terminé convertida como en su esposa: la que lava, la que cocina, la que hace todo en la casa. La que no trabaja. Pero esa fue una decisión que, yo siento, tomamos entre los dos. A mí siempre me ha gustado ser servicial y atender a la gente: ese era un rol con el que yo estaba cómoda.
Pero luego empecé a desesperarme y decidí montar un negocio. Le pedí plata prestada a mi papá para traer ropa de China y venderla. Él, Carlos, vio que el negocio era viable y quiso invertir. Me propuso ayudarme a pagar la deuda, así, de nuevo, yo podría quedarme en la casa y no tendría que trabajar en otra cosa. Yo no lo vi mal. Él me ayudaba con plata para cualquier cosa que necesitara: para salir a verme con alguien o para coger un bus. Siempre dependí económicamente de él, incluso terminó siendo uno de los cuatro socios de mi marca.
Yo en ese momento sentía que él le estaba apostando a la relación y me estaba apoyando. La relación en realidad era muy buena, y bonita, pero luego empezaron los problemas. Creo que todos los conflictos empezaron porque él no puede controlar el trago. Cuando toma se vuelve una persona posesiva y obstinada: quiere que se haga lo que él quiere, cuando y como quiere. Cuando no era así empezaba, la violencia. Así empezaron sus agresiones. Aunque, incluso, cuando no estaba borracho, había momentos en que era muy conflictivo: se enfrascaba en discusiones totalmente cíclicas. Podía discutir por cuatro o cinco horas sobre una estupidez que convertía en una cosa súper grande. Era un desgaste.
Siempre, las cuatro veces que me agredió, pasó así. Tomábamos, llegábamos a la casa, teníamos un problema, yo no estaba de acuerdo con él, y había una golpiza. Jamás se me ocurrió que él podía ser un tipo violento. Nunca sospeché que fuera capaz de pegarme: ninguna señal, nada que hubiera cambiado en la relación. Todo fue inesperado. Tal vez por eso la primera vez que sucedió decidí pasar la página y superarlo. Lo vi como un error que podía cometer cualquiera. Lo dejé pasar. La forma en que él lo solucionaba era comprándome zapatos o perfumes. Nunca lo hablamos. Yo creo que él dio por dado que ya estaba perdonado y también pasó la página. Creo que ese fue el error. Y la primera no fue la única vez que ocurrió de esa manera.
En junio nos fuimos de vacaciones a México. El día antes de volver a Colombia estábamos tomando en un cuarto, tuvimos un desacuerdo y él me agredió. Casi me destruye la cara. Cuando llegué a Colombia tenía la cara tan inflamada que no podía abrir uno de los ojos. Al otro día, en la noche, llegamos al apartamento en el que estábamos viviendo. Ahí estaba mi hermana, cuidando el gato. Cuando ella me vio se echó a llorar. Me preguntó qué había pasado, le dije que habíamos tenido un accidente en un carro y se me había estallado el airbag en la cara. Era culpa del impacto, le dije. Esa fue la mentira que él se inventó y que yo repetí. No le conté a nadie la verdad. Ni a mis papás ni a mi hermana ni a mis amigos. Creo que lo hice porque después de esa golpiza empecé a ver el dolor que él sentía. No era capaz de mirarme y no paraba de llorar. Verlo así me hizo pensar que estaba arrepentido. Pensé: bueno, esto pasa, estas heridas pasan, voy a hacer de cuenta que no pasó nada y que todo fue un error.
Pero volvió a pasar. Esta vez frente a su mamá. Estábamos en Cali, en la casa de su mamá, y tuvimos una discusión: me dijo que yo ya no podía tener amigos. Desde antes había empezado a ser posesivo con el tema. Decía que yo le daba más importancia a ellos que a él y en Cali me dijo que tenía que escoger. Yo le pregunté: y si elijo a mis amigos sobre ti, ¿qué pasa? ¿Me vas a matar? Ahí empezó la discusión fuerte. Me dijo que me fuera con lo que tenía puesto y que antes de irme le dejara el celular. Siempre me decía lo mismo: mi iPhone, que me lo había regalado él, tenía que dejárselo, porque en realidad era suyo, decía. Luego me amenazó. Me dijo que si terminábamos, no iba a ser fácil para él, pero se iba a encargar de que tampoco lo fuera para mí.
También se puso violento. Empezó a romper cosas, a destruir su casa. Su mamá estuvo ahí todo el tiempo pendiente de mí. Protegiéndome. Ella le decía que me respetara, que esa no era su casa. A él no le importó. No le importó destruir todo. Ni cogerme del pelo y arrastrarme a las 4:00 de la mañana. No le importó darme una patada en la pierna. Ese día algo cambió. Decidí que ya era suficiente. Me di cuenta de que si él no respetaba a su mamá, jamás lo iba a hacer conmigo. No importaba si lo perdonaba 10 mil veces. Siempre iba a ser igual. Ese día le advertí: me agredía una vez más y lo denunciaba. Le dije que se le iba a ir hondo. Le dije que yo lo único que intentaba era hablar y él lo único que había hecho era responder con golpes y malos tratos. Me dijo que yo tenía razón y que no iba a volver a pasar. La promesa le duró poco más de un mes.
El 4 de febrero, un sábado, yo estaba con una amiga en mi casa. Estábamos tomando vino. Él llegó a las 9:00 PM, se quedó un rato y volvió a irse. A la 1:00 AM volvió. No sé qué hizo en ese rato. No sé si tomó o no. Cuando volvió nos fuimos a dormir. Esa noche mi amiga se quedó en mi casa. Cuando fuimos al cuarto, por alguna razón, yo ya sabía que iba a haber un problema. No sé por qué pero lo presentía. Me acosté a su lado. Tuvimos un desacuerdo y él se enfureció. Me miró con los ojos llenos de odio y me pegó una patada en la pierna que me sacó de la cama. Me levanté y le pregunté si íbamos a volver a lo mismo. No respondió y se volvió a acostar. Yo me fui a dormir a la sala.
A los 10 minutos llegó, me cogió del pelo, me dijo que era una perra y que me fuera con lo que tenía puesto. Yo me fui al cuarto en el que estaba mi amiga. La desperté y le dije que este tipo estaba enloquecido. Él entró al cuarto y me sacó del pelo. Mi amiga le decía que se calmara y se paró delante de mí, para protegerme. Él me mandaba puños por encima de ella. En esas me dio uno en la cabeza, en la frente. Cuando pude escaparme me fui a buscar las llaves, un saco, unos zapatos y le dije a mi amiga que nos fuéramos. Cuando estábamos saliendo él me mordió el dedo durísimo y se quedó ahí, con mi dedo entre sus dientes. Le pegué una cachetada y me soltó. Después de forcejear un rato, y antes de irme, le dije que prefería mil veces a mi exnovio, él nunca me había levantado la mano. Me respondió: «pues quédate con él, puta». Y me dio un golpe en el ojo y la ceja. Cuando salimos me di cuenta de lo hinchada que estaba. Empecé a tocarme la cara y me sentí llena de chichones, que todavía tengo. Le grité que me mirara, que viera como me había dejado y que lo iba a denunciar. Antes de irnos lo último que me dijo fue: «si me denuncias, te mato el gato».
A esa hora nos fuimos para la URI de Paloquemao. Nos dejaron esperando afuera, en unas sillas al lado de la puerta. Nos dijeron que sólo podían entrar funcionarios —aunque desde afuera veíamos una sala de espera inmensa— y que por eso no podíamos entrar. Así nos quedamos una hora en la que sí pudo entrar una señora que vendía tintos. Mis papás llegaron y ahí nos enteramos que, para que me atendieran en la URI, primero tenían que hacerme una valoración médica. Fuimos a la clínica y con la valoración en mano volvimos a la URI. Cuando ya iba a poner la denuncia me dijeron que a él se le pedía ir muy hondo: de cuatro a 16 años de cárcel. Cuando supe eso reconsideré: tampoco quería arruinarle la vida, sólo quería que me pagara por todos los daños. Hoy sigo pensando igual. En ese momento me dio miedo y no lo denuncié.
Muchas personas que se han enterado de lo que me pasó no entienden y hacen comentarios hirientes. Me dicen que cómo no lo denuncié la primera vez. Que la segunda vez que me pegó fue mi culpa por haberme quedado con él y haberme dejado agredir. Pero esas personas no están en mi situación, no entienden lo que he vivido ni cómo me sentía por él. No entienden que hay amor y que hay muchos sentimientos encontrados. Nosotros teníamos planes de casarnos, de tener hijos. Los primeros días estuve entusada. Pensaba… Qué estará haciendo, pensando, comiendo… Cómo estará durmiendo. Además teníamos una vida económica juntos. Si yo lo dejaba eso significaba que me iba a quedar en la calle, sin nada, sin trabajo. Se sentía como un fracaso. Yo no podía permitirme eso y aguanté, peleando por el proyecto de vida que quería.
Luego cambié de decisión. Iban pasando los días y mi cara cada vez estaba peor: se me inflamó más, tenía morados, me empezaron a dar migrañas —ahora mismo tengo una— y mi visión empeoró. Me miraba al espejo y no me reconocía. Solo lloraba. Pero lo que me hizo cambiar radicalmente de decisión fue cuando vi las caras y el sufrimiento de mis papás y de mi hermana. Mi mamá me miraba y quitaba la mirada. Mi papá temblaba de la ira y la impotencia. Yo sabía que no lloraban en frente de mí por no aumentar mi dolor, pero sabía que sufrían. Ahí decidí denunciar y buscar ayuda. Finalmente a él no le había dado pesar pegarme, no había tenido ninguna compasión a la hora de levantarme la mano, así que yo no iba a tener compasión a la hora de contar la verdad. Eso es lo que, hasta ahora, me ha tenido fuerte. Lo que me ayudó a denunciar y a dejar de llorar.
El problema es que en Colombia los procesos son muy lentos. Cuando ya decidí que iba a denunciar me tuvieron más o menos 15 días en papeleos, yendo de un lado al otro. Estuve en Medicina Legal tres veces. Me tocó ir a una Comisaría de Familia a pedir una medida de protección, volver a Medicina Legal, volver a la URI, volver a exponer el caso, volver a Medicina Legal. En fin. Son días de no comer bien, de hacer vueltas sin parar y de, además, lidiar con el dolor emocional y físico. Es una pesadilla. Finalmente me dieron 20 días de incapacidad —el tiempo que le dan a una persona que ha tenido un accidente grave— y en este momento mi caso lo está revisando un fiscal. Lo único que espero es no tener un careo, es decir, no quiero que me sienten con él en un mismo espacio. No es por odio, pero no soy capaz de mirarlo. No quiero saber nada más de él.
Desde que decidí que esto no se podía quedar así me siento más fuerte. Siento que no podía seguir dejando pasar las agresiones y guardando silencio. Nunca sospeché que él fuera así. Nunca mostró su faceta agresiva. Siempre fue el catedrático, el intelectual. Al principio era así, hablábamos y yo sentía que aprendía mucho de él. Pero luego descubrí que era una persona muy machista, que cree que puede dominar a su antojo. Sus agresiones ya no eran errores, eran un patrón. Ahí decidí frenar.
No me interesa verlo en la cárcel porque no pienso que sea un asesino en potencia. Pero sí considero que necesita ayuda porque es una persona con problemas graves. Pienso que la solución no es lavarse las manos y encerrar el problema en una prisión.
Decidí exponerme, contar mi historia en los medios. No me importaba lo que la gente opinara, porque nadie vivió lo mismo que yo. Esta era mi forma de ayudar, de contar mi historia para que él no pudiera hacerle lo mismo a otra persona. Yo no quiero tener en mi conciencia la muerte de una chica, sabiendo que pude haber cambiado algo. Creo que nunca es tarde.
* Este texto es producto de una entrevista hecha a María Paula La Rotta. El texto ha sido editado para VICE por la periodista Tania Tapia Jáuregui.
Con información de VICE