Hace poco me llamó la directora del kínder de mi hijo (que tiene 4 años) para darme una queja. Cuando llegué a la cita, la señora me dijo muy consternada que mi pequeño se había “metido a los baños de las niñas para hacer pipí y que eso no debería ocurrir porque él era niño”…
Recordé que los baños de la escuela de mi hijo en Estados Unidos no tenían el letrero de niñas y niños, que ellos entraban por igual a cualquier baño. El comentario-queja de la directora, también me hizo recordar que la Facultad de Estudios Superiores (FES) Iztacala, recién inauguró un baño mixto, con el propósito de apoyar la diversidad en la comunidad universitaria sin distinción de identidad de género.
Otra queja que me dio la directora era que mi hijo le había pegado a las niñas y que “eso no era posible porque son ‘niñas’”…. “Ya sabe señora que las niñas son más delicadas, más tiernas, más sensibles”, argumentaba. Mientras la “directora-pedagoga” hablaba, recordé mis clases de primaria —¡de hace 35 años!— donde decían que las mujeres éramos muy diferentes a los hombres y que no podíamos hacer lo que ellos hacían: no pueden correr, no pueden abrir las piernas al sentarse, no pueden reírse muy fuerte, no pueden gritar porque ustedes —las niñas— son muy delicadas, finas, sensibles y los hombres son rudos, intensos y se les permite todo.
“No se pongan a jugar con los niños, porque no las van a respetar”… decían mis maestras de la primaria que había sido educadas en el siglo pasado.
Cuando le dije a la directora que los niños (me refiero a hombres y mujeres) de 4 años se pegan, muerden, hacen berrinches y un largo etcétera, y no son más violentos los varones, ni las mujeres son más delicadas. Y que los niños (hombres y mujeres) se meten al baño sin ninguna mala intención sino solo hacer del baño. Me miró con cara de reproche y me dijo que no, que hay que tratar diferentes a las niñas, porque ellas son “por naturaleza” más delicadas, suaves, chiquitas y demás.
Pensé que las escuelas de hoy tenía una educación más abierta, más equitativa, más de género, pero me equivoqué: se piensa casi igual que hace 40 años. Creí que la escuela donde había inscrito a mi hijo era de carácter evolutivo, pero fallé en mi elección por ello lo saqué de esa “institución con 30 años de prestigio” y porque además una niña (amiga de mi hijo) perdió un dedo cuando otro pequeño cerró la puerta y le amputó la primera falange: la pequeña entró en cirugía y parece que se recupera bien. Y no me enteré de la amputación de la niña por medio de las autoridades de la escuela, sino porque la mamá de la niña hizo un escándalo en una junta de padres de familia.
Ante tal sucesión de eventos pude constatar que en esa escuela lo que importa es la educación en torno a los roles de género: niñas-frágiles, niños-rudos. En contraste, la seguridad física y mental de los niños queda de lado.
¿Por qué se sigue educando de esa manera? ¿Por qué se piensa que las mujeres somos frágiles, delicadas y débiles? No somos frágiles, tampoco más sensibles ni más soñadoras. Las mujeres somos fuertes, somos intensas, inteligentes, nos gusta la velocidad, nos gusta saltar de paracaídas, nos gusta montar a caballo y hacer surf. También disfrutamos una cerveza, dos tequilas y bailar hasta el amanecer. Las mujeres gozamos, por igual, de las actividades que hacen los varones.
Las mujeres disfrutamos de la vida, de sus placeres y afrontamos sus retos. Las mujeres, maestras y maestros, no estamos hechas con otra piel, ni otro cerebro. Tenemos los mismos deseos que los varones. En contraste, ellos no son más fuertes, no son más intensos ni rudos. Los varones también lloran, también sienten, también viven el amor y el desamor.
Valdría la pena educar a nuestros hijos en un mundo más abierto, menos estricto y lleno de equidad. Donde el respeto, la voluntad de ayudar y la comunicación clara y abierta sea el pan de todos los días.
Texto de Guadalupe Camacho, periodista y académica mexicana para Marie Stopes