Miles de mujeres gritábamos al unísono, y por fin me escuché a mí misma y pude perdonarme.
“Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía”, decía el coro del performance chileno “Un violador en tu camino”, que se replicó en México, en Alemania, en Francia o en España, entre otras partes del mundo, y cuando lo escuché en la voz de cientos de mujeres, parece que por fin hizo eco en mi corazón y rompí en llanto.
¿Por qué me he sentido culpable todos estos años por las violencias de las cuales he sido víctima? Violencia sexual, violencia psicológica, violencia económica, violencia física, violencia institucional.
¿Y la culpa no era mía?
Por más de 10 años, nunca lo dije. Ayer mismo, entre tantas mujeres que gritaban las violencias que habían sufrido, yo no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta, sentía mucha vergüenza de contarles que el tipo con el que me casé, el padre de mis hijos, el tipo que yo amaba, se me sentaba encima, para inmovilizarme y meterme la mano en la boca para arrancarme pedazos de encía, porque yo me lo merecía. Yo tenía la culpa de que él se pusiera violento, me decía.
Y es que yo no quería estar ahí, en medio de todas esas compañeras, confesando que después de la golpiza, me encerraba en la casa y me quitaba el teléfono. Tenía que decirles a todas que, por miedo, prefería perdonarlo y volver a acostarme con él.
¡Y NO, en un país con una cultura machista, que según datos de la ONU está asesinando a 10 mujeres cada día, por supuesto que yo no tenía la culpa de su violencia machista!
¿Y la culpa no era mía, ni dónde estaba?
A las 5:30 de la mañana estaba siempre sentada en un camión rumbo a la Preparatoria 9 de la UNAM. Tenía 15 años y todos los días viajaba una hora y media para llegar a la escuela. El camión iba siempre con las luces interiores apagadas y la mayoría de las personas iban dormidas. En 1997, los adolescentes no teníamos celulares como los jóvenes de ahora, nos acostumbramos a leer en el transporte. Sin embargo, con las luces apagadas eso era imposible. Me dormí.
Una sensación húmeda en mi mano me despertó. Un tipo se había sacado su miembro y me lo estaba pasando por encima de mi mano. Me dio mucho asco. Grité. Nadie hizo nada. El tipo corrió y se bajó del autobús. Las siguientes dos semanas me sangré la mano de tanto tallarme.
Las personas decían “es que andan muy temprano en los camiones. ¿Para qué se van a estudiar tan lejos?”.
Mientras recordaba esto, niñas, mujeres jóvenes y de la tercera edad bailaban, cantaban y me gritaban a la cara: “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba…”.
¿Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía?
La primera vez que me violaron tenía solo 16 años y todos, desde mi papá hasta los agentes del Ministerio Público, me hicieron creer que era mi culpa. Porque andaba fuera de mi casa, en una fiesta en casa de un amigo, porque acepté ir por las cervezas con el chico que mis amigos me presentaron con la intención de que nos hiciéramos novios. Era su amigo, jugaban fútbol con él cada fin de semana. Me dijeron que lo acompañara. Y yo acepté.
El tipo no quiso regresar a la fiesta y me encerró en el coche y me llevó por la fuerza a un hotel en donde lo conocían. Me llevó a empujones a la habitación del hotel, me arrancó la ropa y la metió debajo del colchón.
Me dejó salir por la mañana. Solo me dio tres pesos para un boleto del metro. Caminé hasta mi casa. Mi papá, que no me bajaba de puta, no quería ayudarme, hasta que mi mamá lo convenció de llevarme a poner la denuncia, pues yo era menor de edad.
El médico legista dijo que solo tenía algunos moretones y rasguños y, aunque el tipo me había secuestrado y manoseado toda la noche, finalmente no había habido penetración. “Es que eso pasa por andar fuera de su casa en la noche y vestida así (tenía puesta una minifalda), pero no tienes nada”, me dijo.
En un país donde, de acuerdo con cifras de la ONU, el 25% de las mujeres son abusadas sexualmente antes de cumplir los 18 años, obviamente NO ″la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía”.
No. No soy culpable por tener un cuerpo femenino. No soy culpable por haber sido una adolescente a la que le gustaba usar faldas. No soy culpable por haber estado en una fiesta con los que se supone que eran mis amigos. No soy culpable por haber usado el transporte público para llegar a mi escuela. No soy culpable por haberme casado con quien creí que era el amor de mi vida.
Y sin embargo, fue hasta este viernes 29 de noviembre, en la plancha del Zócalo de la Ciudad de México, cuando miles de mujeres, convocadas por el “colectivo interdisciplinario de mujeres chilenas” llamado Lastesis, gritábamos al unísono: “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía”, que por fin me escuché a mí misma y pude perdonarme.
¿Perdonarme por no haber sido más valiente o más fuerte? ¿Perdonarme por no anticiparme a las agresiones de los machos? No, solo perdonarme por haberme culpado todos estos años, porque simple y sencillamente la culpa no era mía.
Tomadas de las manos, abrazadas, consolándonos por todo ese dolor, por todo ese miedo, por toda esa rabia que nos hemos tragado por quién sabe cuánto tiempo, nos repetíamos que no estamos solas.
Pero, ¿en verdad no estamos solas?
Muchas de nosotras, igual que Abril Pérez Sagaón, quien fue asesinada, frente a su hijo, en la CDMX, el mismo 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, levantamos denuncias por violencia doméstica e intentos de feminicidio en un Ministerio Público. Igual que Abril, llegamos muy asustadas a un MP para pedir ayuda y protección. Igual, como le sucedió a Abril, muchas tuvimos que aguantar burlas, humillaciones, desesperanza.
—No vienes muy golpeada. Si al menos tuvieras un ojo morado, pues podríamos detenerlo un día. Nada más que te arriesgas a que en lugar de que aprenda y se calme, salga más enojado y te haga algo peor—, me advirtieron los agentes del MP.
No tenían un médico legista que validara que me habían golpeado en las costillas. Si quería levantar la denuncia tenía que ir a hacerme unas radiografías en alguna clínica privada. No había ningún representante de derechos humanos. Y cuando ya me iba del lugar, la agente del MP me recomendó que no le hiciera perder su tiempo si es que lo iba a perdonar.
No. Yo no estoy viva gracias al Ministerio Público de Coacalco, Estado de México.
Así, “medio golpeada”, me trasladé a la Casa Rosa de Cuautitlán, una dependencia creada para la asistencia a las mujeres que son víctimas de violencia doméstica. Al llegar me hicieron saber que no tenían competencia en el municipio donde yo vivía así que no podían ayudarme. Tampoco me dieron alguna opción para protegerme.
No, yo no estoy viva gracias a la Casa Rosa de Cuautitlán, el lugar que presumía de liberar a las mujeres de la violencia doméstica.
Fui al Instituto Mexicano del Seguro Social, clínica 98, para que me apoyaran con la radiografía de mis costillas, pues el tipo me había dado un puñetazo y patadas en el estómago. Pero me comentaron que ya llevaban un mes sin rayos íX y no podían hacer nada por mi.
No, yo no estoy viva gracias al IMSS.
Acudí a las oficinas estatales del Sistema Integral para el Desarrollo de la Familia (DIF), en busca de ayuda legal y médica. La ayuda médica no fue posible, y la legal tuvo un costo de $5,000 pesos.
La única manera de divorciarme de este tipo era dejarle nuestro departamento y demás pertenencias. Elegí mi vida, mi tranquilidad y la de mis hijos.
Seguiremos siendo muy incómodas, hasta que dejen de ser necesarias las marchas, las consignas, las performances, las denuncias, las veladoras.
Pese a su violencia institucional, no, no estamos solas. Estamos unidas, estamos fuertes, estamos resistentes y estamos aquí, porque somos el grito de las que ya no están. Porque mientras nos sigan lastimando, seguiremos luchando, por que nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestras almas, nuestras vidas, nuestros sueños y metas sean respetados.
Seguiremos en las calles hasta que vean, hasta que nos vean. Gritaremos en las calles hasta que escuchen, hasta que nos escuchen. No respetaremos sus calles, hasta que ustedes respeten, hasta que nos respeten.
Seguiremos siendo muy incómodas, hasta que dejen de ser necesarias las marchas, las consignas, las performances, las denuncias, las veladoras.
¡Ni una más, ni una asesinada más!
Por ti, Abril.
Con información de Tania Itzel Vargas para HuffPost